Post-scriptum (en el reinicio)
Silvia Duschatzky
(…) Chicos en banda anticipa una alerta…la escuela sabe, inmediatamente decimos, supo de tiempos estables regulares y de progreso. El libro no dilata el problema sobre el que gira toda la investigación y a su vez traza una posición que veremos si es capaz de hacer crecer en el devenir de la escritura. Esa posición exhibe un primer viraje. Investigar no es buscar indicios que acontecen por fuera de nosotros sino poner a prueba nuestro modo de pensar una nueva ignorancia. En verdad no sabemos nada de la escuela porque nada sabemos del derrotero de una institución en suelo movedizo. Había que sortear un oxímoron: institución en suelo movedizo.
Vivíamos el estallido del 2001. Si bien el declive de la operatoria escolarizante en la vida social se perfilaba desde tiempo atrás, la coyuntura desgarradora nos empujaba a preguntarnos por el estatuto de una escuela en declive. En ese tiempo, dado que las marcas instituidas se desdibujaban y de manera contundente en los pibes que habitaban territorios de profunda vulnerabilidad, sosteníamos la declinación de la escuela. Probablemente ese énfasis constituyó una maniobra del pensamiento que permitía dotar de valor una materialidad que tomaba a las instituciones educativas. Si la escuela declinaba, lo que perdía fuerza eran las interpretaciones que leen déficits allí donde las formas familiares se borronean.
Caotización y estado de desorientación no serían domados sino explorados en sus fuerzas solapadas. ¿Hay escuela en el deshilván de sus componentes? ¿Hay escuela si entre docente y alumno se interrumpe una interlocución codificada? ¿Hay escuela en las detonaciones que no reconocen la autoridad profesoral? ¿Hay escuela en el uso intermitente y “oportunista” de muchos de los pibes que pasan por ahí? ¿Hay escuela en esos cuerpos niñxs arrojados sin mediación a un mundo estallado? ¿La hay cuando es perforada por esos lenguajes, gestos, argucias que portan las energías juveniles? (…) No hay escuela en abstracto y de esto ya podíamos dar cuenta; sólo cuerpos sensibles que la hacen cuando piensan lo que no saben. (…) Ignorábamos qué podíamos si no sabíamos, qué trazados recorrería el pensamiento cuando lo que escucha es una sensibilidad huérfana de sentidos. (…)
Con seguridad hoy no escribiríamos igual. Vacilaríamos sobre muchas de las afirmaciones que esgrimíamos y lo que suena a una suerte de categorías, lo pensaríamos como estados de ánimos yuxtapuestos, móviles, ambiguos. (…)
Los límites de una escritura constituyen también su potencia si la lectura le hace decir al texto lo que entonces insinuaba –tal vez– bajo formas equívocas. Leer implica la operación de cazar un tono, un espíritu y probar deslizamientos enunciativos. ¿Qué veíamos cuando afirmábamos tal cosa, qué deteníamos en ciertas formas de decir? Si el libro vale –y vale–, lo es por esos mismos límites que nos obligan a preguntarnos cómo pensar hoy los inentendibles. El vigor del libro no está en sus enunciados literales sino en el espíritu que lo animó y que es posible olfatear en su desarrollo. Su lectura pone de relieve un proceso de escritura y trabajo que nos modificó y que hizo posible –de esto tampoco teníamos certeza– la constitución de un grupo en estado de conversación con sus tensiones, pruebas, hallazgos, emociones y cansancios.