La educación es el lugar de la relación, del encuentro con el otro. Es esto lo que es en primer lugar y por encima de cualquier otra cosa. Es esto lo que la hace ser, lo que le da posibilidad de ser. Y sin embargo, participamos de una dominancia cultural y de unas instituciones, que se dicen educativas, en las que ese encuentro se piensa como predeterminado: son espacios educativos que han decidido quién es el otro, o más aún, quiénes son y tienen que ser quienes se encuentran qué tiene que ocurrir, y qué hay que esperar de ese encuentro, qué hay que conseguir del otro. Es decir, lo más extraño a la posibilidad de la experiencia: de aquello que irrumpe, que nos toma por sorpresa, que nos conduce por caminos imprevistos, que nos enfrena a los misterios del vivir, de las relaciones, de los otros. por eso se nos hace urgente pensar (y vivir) la educación desde lo que las propias palabras de “experiencia” y de “alteridad” nos sugieren: para poder plantearla como un encuentro, sin convertir al otro en el objeto de nuestra programación, pero, a la vez, asumiendo la responsabilidad, el deseo educativo de ese encuentro, esto es, la aspiración, la apertura a que este sea formativo, una experiencia nueva de ser y de saber.
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